Y así podríamos seguir
probablemente con la mayoría de los principales referentes del gobierno,
incluido el Presidente. Esto se debe a que muchos de ellos, siendo empresarios, conciben al salario como el principal costo que debe reducirse si se quiere
mejorar la competitividad.
El argumento es sencillo y se
utiliza principalmente para la competencia internacional: si los salarios
crecen más que la depreciación del tipo de cambio, entonces los costos
salariales denominados en dólares aumentan, erosionando la posibilidad de
competir en los mercados internacionales. De aquí que esto sea comúnmente
conocido como competitividad “cambiaria”.
La mejora en la competitividad cambiaria estaría asociada, por un lado, con la posibilidad de exportar más productos (que antes no se exportaban porque no les daba para competir) y, por otro, con mayores cantidades exportadas de los bienes que ya se venían exportando (incentivados por la mejora en la rentabilidad). Por ende, i) si se reducen los salarios en dólares; ii) se pasaría a exportar una mayor cantidad de bienes; iii) la economía argentina crecería más; y iv) todos los argentinos nos veríamos beneficiados.
La mejora en la competitividad cambiaria estaría asociada, por un lado, con la posibilidad de exportar más productos (que antes no se exportaban porque no les daba para competir) y, por otro, con mayores cantidades exportadas de los bienes que ya se venían exportando (incentivados por la mejora en la rentabilidad). Por ende, i) si se reducen los salarios en dólares; ii) se pasaría a exportar una mayor cantidad de bienes; iii) la economía argentina crecería más; y iv) todos los argentinos nos veríamos beneficiados.
Resulta evidente que el proyecto
de país de un gobierno debería tener como principal objetivo el punto iv). Le
vamos a dar el beneficio de la duda al gobierno de Macri, ya que las principales
medidas tomadas hasta ahora no parecen respetar ese criterio, y vamos a
suponer que tiene este mismo objetivo. Con lo cual, para que el argumento
anterior logre ese acometido deberían cumplirse los cuatro puntos marcados en el
párrafo anterior.
En esta entrada vamos a meternos con
el primero de esos puntos, que a priori parecería lo más sencillo: cómo reducir
los costos salariales en dólares. La forma más directa es a través de la
devaluación del tipo de cambio[1]. Cuando esto sucede, automáticamente se reducen
en la misma cantidad los costos salariales en dólares de los bienes que se
exportan. Si, por ejemplo, una empresa exportaba 10 toneladas a un precio de 350
usd/ton y los salarios representaban el 30% de sus ventas (digamos 3
trabajadores que cobraban 5.250 pesos cada uno, lo que representa un costo salarial
de 1.050 usd), una devaluación del 10% del tipo de cambio (de 15 a 16,5 $/usd) se
traduce en una reducción del costo salarial en dólares también del 10% (mientras
que la empresa sigue exportando por 3.500 usd, sus costos en dólares ahora son
de 954,5 usd).
El problema, como todos sabemos,
es que las empresas locales también van a tratar de aumentar sus precios en la
misma proporción (o lo más que puedan, dada la estructura de su mercado). Eso
significa que tras la devaluación se va a observar un aumento en la tasa de
inflación, que va a repercutir en las negociaciones salariales siguientes,
donde los trabajadores buscarán recuperar el salario perdido. Si esto llegara a
suceder, la “competitividad” ganada tras la devaluación se vería rápidamente
erosionada. Incluso puede suceder que la devaluación genere una pérdida mayor
de competitividad, si el gobierno decide no continuar devaluando el tipo de
cambio y la tasa de inflación se mantiene en un nivel mayor debido a la
dinámica inercial desencadenada.
Con lo cual, para que la
devaluación sea exitosa en términos de competitividad, los salarios no deberían
aumentar en la misma proporción, algo que a priori no sucedería de forma
automática y menos aún cuando los trabajadores se encuentran organizados
sindicalmente. De aquí la insistencia por parte del gobierno de no reabrir
paritarias o de plantear que en el futuro las discusiones salariales sean en
base a la productividad de cada sector (algo que casi por definición anularía la
puja distributiva).
Otra estrategia, que en parte
refuerza a la anterior, es la de desacoplar los precios locales de la
evolución del tipo de cambio; es decir, que cuando se devalúa el tipo de cambio
eso no se traduzca en un aumento de los precios (con el consecuente incremento
de los salarios). Este es uno de los principales argumentos que sostiene el
BCRA para aplicar un esquema de metas de inflación, que comenzará a funcionar a
partir del 26 de septiembre. La justificación sería que tras la devaluación los
empresario aumentan sus precios “por las dudas”, anticipando que la inflación
va a aumentar y tratando de resguardarse frente a eso. Si todos actúan de
manera similar, la inflación efectivamente aumenta, pero sin estar avalada por
un incremento de los costos (un buen ejemplo de lo que se conoce como profecía
autocumplida). Cabe destacar que para que esta estrategia funcione, de
todos modos los trabajadores deberían resignar el poder adquisitivo perdido en
la paritaria de 2016.
Como se puede observar, no
resulta obvio ni sencillo que se logre este primer punto de la cadena
secuencial presentada más arriba. En gran parte depende de que los trabajadores
asuman el costo de la devaluación, resignando el poder adquisitivo perdido
durante este año. Para eso, no solo no deberían reabrirse las paritarias sino
que, a principios del año próximo cuando se discutan las próximas negociaciones
salariales, con una inflación para ese entonces que probablemente ronde el 25%,
los sindicatos deberían conformarse con aumento en torno al 20% (en línea con el
17% de inflación esperada para el BCRA).
Por algo Sturzenegger dijo recientemente que “la batalla contra la inflación
recién está por comenzar”.
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